Un día jugué un partido con Valerón. Me dijo que empezara de delantero. «Tú, arriba», comentó con su voz fláutica. Y yo, arriba.
Aquel día —hace un puñado de años, cuando arrancaba mi itinerario como periodista en el inefable mundo del periodismo deportivo— la plantilla del Deportivo de La Coruña tenía la jornada libre. Solo algunos jugadores subieron a entrenar de forma voluntaria a los campos de Abegondo, entre ellos Juan Carlos Valerón, mediapunta dorsal 21 e ídolo infinito del deportivismo.
En uno de los campos, y aprovechando el día libre, habíamos quedado un grupo de voluntariosos periodistas para jugar a eso sobre lo que escribíamos con pretendida cátedra. Antes de comenzar el partido, todavía cambiándonos en el vestuario, Valerón llamó a la puerta y, asomando la cabeza, nos preguntó si él, sus dos hermanos y su sobrino, podían jugar con nosotros. Juan Carlos Valerón nos preguntó si podía jugar con nosotros como preguntaban los de sexto B cuando se quedaban sin pelota.
La primera consigna que se instaló en mi mente mientras me subía las medias fue no rozarle. Ese fin de semana se jugaba el derbi gallego. El Dépor se iba a Vigo a afrontar el partido más importante de cada año. ¿Se imaginan ser el tipo que, en una pachanga, lesiona a Valerón antes del derbi? Probablemente me tuviese que ir de A Coruña en el primer autobús con un sombrero calado y un periódico con agujeros para los ojos. Así que me mentalicé. Mientras caminaba hacia el césped escuchando el dulce pisar de los tacos contra el suelo del vestuario, visualicé lo que, bajo ningún concepto, debía suceder: un balón cruzado, un atisbo, un metro, una luz que me indicase la leve posibilidad de poder robarle el balón a Juan Carlos Valerón. Una esperanza vacua que me haría tirarme al suelo, deslizarme en un tackle perfecto e impactar con el tobillo del Flaco quien, obvio, hubiera llegado antes que yo al balón. Golpe, torcedura y adiós. Valerón a la enfermería y yo a Petrogrado.
Sentí alivio cuando en la selección de equipos me tocó en el de Juan Carlos. Así le llamábamos, «Juan Carlos». No era cuestión de llamarle Valerón. «¡Eh, Valerón, pasa!». «¡Valerón! ¡Aquí, solo!». Así que Juan Carlos.
En realidad yo a Juan Carlos ya lo conocía. Es un tío cojonudo. Un cacho de pan. Demasiado bueno para ser jugador profesional de fútbol moderno. Por aquella lejana y primigenia época yo trabajaba en deportes de Radio Nacional de España en Galicia y colaboraba con la delegación del Marca en A Coruña. Así que, como a los demás jugadores, veía a Valerón a diario. Lo que pasa es que con el Flaco hice buenas migas. También con Manuel Pablo, su socio en el vestuario. Nos íbamos a veces a tomar unas cañas y otras a jugar a la Play a casa de Manuel o de Juan Carlos. La de Valerón estaba al lado del estadio de Riazor, un piso bueno, normal, en el que vivía con su hermana y su madre, muy lejos de los chalés y lujos de los demás futbolistas. Su madre, mientras gritábamos por las injusticias que emanaban de la videoconsola, nos traía merienda. Era como un regreso a la adolescencia pero en casa de un jugador al que, por aquellos días, la Juventus de Turín le ofrecía una carretilla de millones y los periódicos abrían el debate de quién era mejor: Zidane o él.
El Flaco le dijo a la Juve que no y a los periódicos que Zidane era mucho mejor que él.
Porque así era Juan Carlos. Demasiado bueno para ser jugador profesional de fútbol moderno.
Valerón llegó al Dépor en el año 2000. Salió de un Atlético de Madrid que no pagaba a sus jugadores y estos no hicieron mucho por evitar que el club se fuera a Segunda. Y llegó a un Dépor que acababa de campeonar: solo nueve equipos han ganado la Liga y el Dépor es uno de ellos. Antes había pasado el Flaco por la UD Las Palmas y el Mallorca. Le llamaban el Flaco porque era muy delgado. A decir verdad era enclenque. Tenía las piernas larguiruchas y delgadas y los dedos de las manos se le retorcían como si fueran una representación de sus pases al hueco. Era también lento. Y no metía el pie, ni disputaba un balón de cabeza. En el primer partido que jugó en A Coruña un tipo que estaba a mi lado en Riazor le llamó «pichafría». Eso gritó, y luego aseveró que no servía para el Dépor. Entiendo que este tipo se habrá suicidado ya. Por último, y no menos importante, Valerón tampoco tenía un chut demoledor. Ni un esprint tajante.
Por lo demás, era el mejor.
Valerón ha sido, probablemente, el mejor jugador que haya vestido la blanquiazul. Y no es poco decir. En A Coruña se ha visto jugar a Luis Suárez (balón de oro), Acuña, Amancio, Rivaldo, Fran, Bebeto, Mauro Silva, Djalminha, Molina o Makaay.
El Flaco era un tipo delgado y parsimonioso al que no se le podía quitar la pelota. Esa era su virtud. En una entrevista para la revista Líbero, Albelda hablaba de Valerón y decía: «Tiene la pelota, ves que se le va a ir y se la intentas quitar, pero te la esconde y no se la quitas. Lo vuelves a intentar, él se mueve lento, pero no se la quitas. NO SE LA QUITAS». Así era. No se la quitabas. No se la quitaba nadie. La recibía y se la quedaba. La protegía con dos piernas raquíticas y ya está. Por supuesto, no cometía la vulgaridad de correr. El Flaco no lo necesitaba. Giraba sobre sí mismo, escondía el balón o recortaba en seco. Avanzaba poco a poco dejando atrás a aturdidos defensas notablemente más rápidos que él, hipnotizados por la majestuosa cámara lenta de Valerón. Y después escogía lo correcto.
Por eso era el mejor: Valerón escogía siempre lo correcto, hacía en cada momento lo mejor que se podía hacer con el balón. De modo que cuando él tenía la pelota, ocurría lo mejor que podía ocurrir para el Dépor. Como Anibal en el Equipo A.
Recuerdo en un partido contra el Alavés que el Flaco recibió un poco tirado a la banda. Empezó a avanzar hacia el lateral del área y dejó buscando setas al lateral. Ya dentro del área una tromba de jugadores —compañeros y rivales, todos mezclados— entraron unos al remate y otros al despeje, frenéticos, pidiendo el balón como funcionarios saliendo del curro un viernes.
Desde la tribuna todos vimos un par de pases, un par de opciones más o menos claras, así que se lo gritamos (desde la grada es fundamental indicar a los jugadores lo que tienen que hacer). Pero el Flaco siguió reteniendo el balón, con la cabeza alta como si estuviera en una doma. Avanzar con la pelota era para él un gesto como puede ser avanzar sin pelota para cualquiera de nosotros. Por eso sus pases eran tan maravillosos: porque solo tenía que pensar en el pase, no en cómo hacerlo. Eso le salía solo, fuera cual fuera el golpeo. Decía que el Flaco siguió reteniendo el balón y pensando, hasta que decidió meter un pase al hueco (ahora se dice filtrar un balón, ojo) a un jugador que ni siquiera habíamos visto desde la grada pero que, efectivamente, era el que mejor y más libre de marca entraba en el área. Pase y gol. Gol del tipo al que desde la grada ni siquiera habíamos visto llegar. Pero el Flaco sí lo vio. Eso, o a aquel jugador lo creó él con la mente y nada más nacer echó a correr para rematar su pase.
Valerón lo veía todo. Jugaba desde el techo aunque estuviera abajo. El pase era siempre el idóneo y siempre con la precisión máxima. El dios del juego coral, de la asociación. El eje central de un equipo, el tipo que hace mejores a todos y prefiere dar que recibir. En Múnich, contra el Bayern, le metió dos a Makaay sin mirar. Recibió, se giró sin ni siquiera comprobar que el holandés había arrancado y le puso dos balones de gol. Como dice mi amigo Arturo Lezcano, en aquellos dos pases también iba un contrato, ya que Makaay fichó por el Bayern la temporada siguiente. Antes de irse, surtido de balones largos por Valerón, Makaay ganó la bota de oro. El año anterior, el Flaco había hecho pichichi a Tristán dándole pases cortos.
Lo que sucede es que Valerón no era mediático. Le importaba una mierda el dinero, los medios, las entrevistas y la fama. Solo le preocupaba jugar y pasárselo bien. Y si no, le quedaba Dios. El Flaco era extremadamente religioso y su fe convertía el fútbol en una banalidad a la que más valía no tomar demasiado en serio. En todo caso, practicaba un fútbol tremendamente cristiano: generoso con sus compañeros y piadoso con el rival. Tal vez por eso ha jugado hasta esta temporada, bendecido por la resistencia y diciendo adiós al profesionalismo con cuarenta años cumplidos.
Cuando en su mejor momento la Juve vino con los millones les dijo que no, porque a santo de qué se iba a ir a Turín, una ciudad en la que hace frío, pudiendo quedarse en su piso de Riazor jugando a la Play con amigos. Recuerdo un día, al acabar un entrenamiento, que un veterano periodista coruñés se acercó al Flaco para decirle que sentía lo de su lesión. Valerón se había lastimado un tobillo —creo que era un tobillo— y se iba a perder tres partidos fundamentales. El periodista maldecía la mala suerte y Valerón, con su voz aguda y su sonrisa como un piano, le decía que eso no era importante. Que el fútbol no era importante. No había cámaras ni micros delante. Lo decía porque lo pensaba. Y sonreía mientras lo decía.
Siempre sonreía. Trataba con cariño a todo individuo que se le cruzaba. Nunca se enfadaba y cuando se enfadaba era un enfado forzado, como si la situación le obligara a enfadarse, pero no porque a él le apeteciese. Siguió sonriente cuando en el año 2006 se destrozó los ligamentos de la rodilla y permaneció sonriente cuando un año después volvió a romperse los mismos ligamentos. «No hay que darle más importancia de la que tiene», decía durante los siete meses de rehabilitación. Sonriente estuvo incluso cuando en A Coruña tuvimos un entrenador que decidió dejarlo en el banquillo casi toda una temporada. Cuando se quiso dar cuenta y lo puso a jugar fue demasiado tarde: el Dépor se fue a Segunda tras veinte temporadas seguidas en la élite.
Salía de noche poco o nada en un vestuario, aquel del Dépor campeón, en el que se salía de fiesta más veces que partidos se jugaban. Algún jugador, incluso, salía más veces de fiesta de las que iba al campo a entrenar. No se cabreaba con los rivales, no protestaba al árbitro, no daba una patada. Que yo recuerde, solo le enseñaron una tarjeta amarilla en los trece años que estuvo en A Coruña. Fue por sacar una falta antes de tiempo. El árbitro se confundió y le sacó la tarjeta al Flaco, que estaba al lado. Pero el que en realidad había sacado la falta era otro compañero. Solo una amarilla en trece años y no le correspondía.
Se ganó así el respeto. Los rivales lo veneraban, en los campos contrarios le aplaudían (excepto en el Vicente Calderón, donde le cantaban «Valerón, Valerón, maricón») y los jugadores jóvenes se peleaban por su camiseta. Pero, como no se peinaba raro, Valerón nunca fue nominado a ningún premio y fue internacional solo cuarenta y seis veces de las doscientas que tendría que haber ido. Tal vez si hubiera dado un par de ruedas de prensa subidas de tono o se hubiera largado a Turín, quién sabe si el show del fútbol le hubiera hecho más caso.
Valerón nació en Arguineguín, un pueblo de Gran Canaria que produce más futbolistas que el resto de España junta. Decían que el bueno de verdad era su hermano (estas cosas siempre se dicen cuando sale un genio); Miguel Ángel, se llamaba. Cuando Miguel Ángel estaba en el Mallorca empezando a despuntar el Txapi Ferrer le tronzó un tobillo y lo mandó al paro.
Estaba Miguel Ángel aquel día en que los hermanos Valerón nos preguntaron si podían jugar con nosotros. Yo formaba —ya lo dije— como delantero, y por detrás de mí todos los hermanos Valerón. Comencé a presionar como un caballo al que acaban de sacar del establo. Peleaba todos los balones y cada vez que el Flaco cogía la pelota tiraba los desmarques de mi vida, trazando diagonales con la intensidad de una locomotora. Solo me faltaba gritar mientras corría con unas bengalas en la mano. Me desvivía porque Valerón viese uno de mis desmarques y me diese un pase. Un pase de Valerón.
Pero no.
El Flaco no me veía. Y si me veía le importaba un carajo. Prefería hacer pasecitos al pie en el medio campo. Tac, tac. En corto, paredes rápidas. Si alguien se le alejaba más de dos metros, ya no se la daba. Quería enredar la jugada hasta el extremo, llegar a gol haciendo paredes de catorce centímetros y medio. Era como si en medio campo tuviese lugar un pinball mientras arriba, un loco (yo) tiraba diagonales como una fan histérica pidiéndole un autógrafo a Kurt Cobain.
En mi cabeza había un mantra: «si Valerón te mete un pase, no puedes fallarla». La idea de desperdiciar un pase de Valerón atormentaba mi existencia en aquella pachanga cada vez que emprendía una estéril carrera. Con el paso del tiempo empecé a desesperarme. El Flaco ni me miraba. Cuando quedaban diez minutos para el final, roto por el sudor y el cansancio sin apenas haber rozado un balón (solo un remate a las nubes tras el que el Flaco se me acercó y me dijo: «tardas lo mismo en pararla que en pegarle de primeras»), me vine arriba y afronté la situación. Bajé al centro del campo, me puse al lado de «o noso 21» y le dije: «Juan Carlos, estoy solo». El Flaco me miró, con una expresión que oscilaba entre la sonrisa y la extrañeza. Y me respondió con su voz en La sostenido: «Dale, estate atento».
Me fui arriba con energía renovada. Fe intacta en que por fin llegaría el milimétrico y cristiano pase del Flaco. Como una ilusa víctima a quien el timador pide perdón y una nueva oportunidad. De nuevo lanzaba desmarques como un niño inocente.
A falta de un par de minutos, recuperamos la pelota y entonces ocurrió. El partido se paró y arrancó una secuencia a cámara lenta en la que yo amago que voy a recibir en corto y esprinto hacia arriba colándome entre dos defensas. Tenía que ser ahora. Ahora o nunca. El pase de Valerón.
Corrí con esperanza, con impropio entusiasmo, y mis ojos contemplaron cómo, por primera vez en el partido, el Flaco levantaba la vista, la clavaba en mi desmesurada carrera y empujaba la pelota como dándole una orden cariñosa: «Anda, ve con él».
Pase perfecto. Potencia justa, dirección exacta. Un desplazamiento de precisión billaresca que no hizo necesario el control, solo acomodar mi nervioso cuerpo para encarar al portero.
Fue en el momento en el que iba a rematar cruzado cuando comprendí que ese golpeo, que ese remate, culminaría un pase de Juan Carlos Valerón. Valerón me había dado un pase. Tenía un pase de Valerón en mis botas. Mientras levantaba la pierna toda mi vida pasó por mi mente. Me visualicé llorando en la cuna junto a mi prima Rebeca, a quien el mundo nos dio paso casi el miso día y crecimos en paralelo y ahora soy el orgulloso padrino de su hijo mayor; me vi siendo golpeado por un columpio en la cabeza mientras jugaba en el parque con cinco años; pude verme estudiando los ríos de Europa y los picos más altos y también corriendo delante de unos gitanos de mi barrio que querían robarme una Yumas nuevas que me había comprado. Me vi aprobando selectividad, cogiéndome mi primera borrachera un verano en Logroño con licor de melocotón en un vaso de plástico de un litro. Me vi llorando y riendo con mis amigos, señalado en un mapa los sitios que estaba dispuesto a conocer cuando fuese mayor, enseñando a mi hermana a andar en bici y pidiéndole a mi madre que no le dijera a mi padre que aquella mañana no había ido a clase porque estaba en la playa con Carolina Jack, la chica a la que amé en COU. Me vi hablando por la radio y escribiendo en un periódico mientras mis amigos se iban de interraíl a Italia. Vi todo eso mientras levanta la pierna para golpear el pase de Valerón. Y, seré franco, no pude con ello.
Le pegué mal y la pelota se estrelló vulgar contra el cuerpo del portero. Un remate insulso, un fracaso tras noventa minutos soñando con aquel instante.
Me tapé la cara con las manos y, mientras el sudor resbalaba por mis dedos, miré al Flaco. «Me resbalé», le dije dudoso. «Lo importante es no perder el equilibrio en la vida», me respondió.
En ese momento no presté mucha atención a lo que me había dicho. Me fui a la ducha jurando por lo errado, abatido. Pero, por alguna razón, esa frase me ha estado acompañando siempre. Por cierto: estaba sonriendo cuando me la dijo.